Una cosa que mi hija Charlotte ama profundamente son las puestas de sol. Donde vivimos, hay una alta colina que domina el horizonte, y las puestas de sol allí son impresionantes. Casi todas las noches, me pide que le tome una fotografía de la puesta de sol. Un día, estaba apurado, ocupado, estresado, con una larga lista de tareas pendientes que pesaba sobre mí, y una vez más, me gritó: “Mamá, ¿puedes tomarme una fotografía de la puesta de sol?”.
En ese momento, algo dentro de mí se detuvo. Podría haber dicho que no, podría haber seguido adelante con mis planes. Pero en cambio, me detuve. Me volví hacia el cielo y capturé la puesta de sol solo para ella. Cuando le mostré la imagen, su rostro se iluminó con la sonrisa más grande, y en ese momento comprendí: al elegirla, incluso en algo tan pequeño, estaba plantando semillas de amor. Ese momento no se trataba solo de una puesta de sol, sino de una conexión que se restablecía.
Charlotte pronto cumplirá 13 años. Hace unos dos años, comencé a notar cambios en ella: su corazón se separaba, su espíritu se alejaba, sus decisiones se volvían rebeldes de una manera que me quebró como madre. Observé impotente cómo se apartó de los valores que había esperado cultivar en ella. Cada intento de guiarla parecía ensanchar la brecha, y sentí que estaba al borde de un abismo que no podía cruzar.
Pero a través de esta situación, comencé a darme cuenta de algo profundo: no era solo ella quien necesitaba cambiar, sino yo. Vi que si quería llegar a su corazón, no podía enfrentar su rebelión con control, ni su desafío con frustración. Tuve que deponer mi orgullo, aquietar mi espíritu y recibirla con amabilidad. Tuve que aprender a escucharla, a saludarla con calidez, a sonreír incluso cuando me sentía cansada o rechazada. Tenía que convertirme en amor.
Poco a poco, he comenzado a ver rayos de esperanza. Incluso recientemente, me permitió hablar de la Biblia; un pequeño momento, pero para mí, un milagro. Practicar las palabras del amor de la Madre con mi hija es un regalo que no doy por sentado.
Estoy muy agradecida por esta situación, incluso en su dolor. Me recuerda el dolor de David por su hijo Absalón en la Biblia; cómo David añoraba a su hijo incluso cuando Absalón se rebelaba, cómo lloró por él a pesar de todo. David clamó: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Ojalá hubiera muerto yo en tu lugar! (2 Samuel 18:33). Ahora veo que esto es un atisbo del corazón de la Madre, que sufre por sus hijos perdidos y rebeldes, pero continúa persiguiéndolos con un amor incesante.
Esta situación me está moldeando. Me está enseñando un amor que no se rinde, un amor que espera pacientemente, que espera en lo que aún no se ve. Aunque el camino es doloroso, creo que la belleza crece a partir de él. Continuaré amando a Charlotte con todo lo que soy, confiando en que a través de la práctica de estas “Palabras del Amor de la Madre”, se abrirá un camino para que ella regrese al Hogar. Y en el proceso, yo también estoy siendo transformado, atrayendo más profundamente al corazón mismo del amor.
Al igual que las puestas de sol que Charlotte atesora, brillantes, fugaces y llenas de silenciosas maravillas, estos momentos me recuerdan que incluso cuando la luz parece desvanecerse, en realidad nunca desaparece. Es simplemente prepararse para resucitar. Cada día, cuando el sol se pone y comienza un nuevo día, recuerdo que tengo otra oportunidad de reflejar el corazón de la Madre, de poner en práctica sus palabras, su paciencia y sus obras de amor. Sus palabras me recuerdan que el amor no es pasivo, sino activo, duradero y lleno de esperanza.